jueves, febrero 23, 2006

Otro cuento...

EL CAMINO

El camino estaba lleno de gente que bajaba al pueblo para escuchar la misma misa de todos los domingos con el mismo sermón del mismo cura. Bajaba de mala gana, obligado, sólo para distraer el aburrimiento. Con mis hermanos, tratábamos de caminar por una tierra roja que se pegaba a las alpargatas, se tiraba la pinta dominguera, pero no nos dejaba caer; el humo del tabaco hacía que la caminata se tornara más suave y que el calor no pegara tan duro. El guarapo se estaba acabando y todavía faltaba trecho para llegar, así que sentí ganas de orinar y me salí del camino buscando un rastrojo (siempre orino con los ojos cerrados y me siento en la gloria); ya estaba acabando y escuché que me llamaban.

Al principio creí que eran mis hermanos que venían a dañarme la miada, pero las voces eran muchas y muy distantes, venían de muchos lados a la vez… La cabeza me daba vueltas y pensé en que los cunchos del guarapo siempre se le suben a uno, me senté un rato para ver si se me pasaba un poco la maluquera y ahí los vi: pequeños hombrecitos que se acercaban y con risas y palabras de amabilidad me ofrecían hongos rojos, no sé por qué me pareció tan natural que llegaran esos hombrecitos, y más natural aún, que tuviera que comer de los hongos que me ofrecían, aunque me encontrara tan aturdido. Me comía los hongos y ellos hacían fiesta con cada pedazo que me llevaba a la boca, el pasto empezó a crecer con una velocidad muy rápida, me lastimaba el roce de la hierba, y a pesar de que eran casi las diez de la mañana, yo sentía que el sol se aclaraba más rápido que nunca; hasta me dio la impresión de que algunos árboles se reían de mi.

El aire se puso denso y pesado pero con un olor muy rico, como a flores de romero… Tengo conciencia de haberme visto acostado en el pasto con una corte de pequeños hombrecitos bailando a mi alrededor, sentí un vacío en el estómago muy fuerte y sabía que la tierra se movía igual que la corriente de un río; yo me dejaba llevar por el rumor del viento que traía palabras que no podía entender. ¡Algo me cayó en la cara que me quemó! trate de gritar pero supe que no podía mover la boca, quise pararme pero no sentía el cuerpo, sólo sentía que todo se movía, incluso recuerdo haber visto a los hombrecitos salir corriendo y esconderse entre el rastrojo en donde veía mis orines como un embutido de sangre con otras cosas. De repente, pude ver la cara de mi hermano Roberto, quien movía la boca en cámara lenta, sin darse cuenta de que yo no podía entender nada de lo que me decía porque seguía sintiendo quemonazos en la cara.

Según me cuentan, me desperté después de dos días de bajarme la fiebre con cataplamas de tabaco y aguardiente; mi hermano aún disfruta el juagarme la cara con agua fría, en cambio, mi papá me dice que la próxima vez que orine en el monte me fije bien, no vaya a ser que de nuevo les orine la casa a los hombrecitos del monte y él no cree que dos veces la perdonen. Yo por mi parte, no orino si no es en las piedritas, no quiero que de verdad me lleven los hombrecitos esos… Al parecer no les gusta que la gente tome guarapo.
Laura Sarmiento

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Me gustó mucho tu cuento Laura. Tienes un estilo de naración que hace que el lector quiera seguir leyendo. Es más, estaba que me dormía frente al computador antes de leerlo, y al terminalo quedé con ganas de leer otra historia de esas. =)

5:25 p. m.  

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