jueves, marzo 09, 2006

Una noche en el Hospital del Norte


Crónica
Por Yárol Pantoja

Una noche en el Hospital del Norte

A las 8:55 p.m. del jueves 14 de abril, ingresó Rogelio Rodríguez al Hospital Local del Norte con una bala incrustada en su brazo izquierdo. Su llegada al centro médico no fue en ambulancia con sirenas y paramédicos, sino en un taxi destartalado y en compañía de su hermano, quien ayudó a detener la hemorragia y a mantenerlo consciente.

Como en muchos hospitales de Colombia, Rogelio debió esperar mientras se hacían los trámites para atenderlo. Cerca de las 9:30 p.m. logró que le dieran un ‘diagnóstico’: había perdido el tiempo, pues debía ser remitido al Hospital Universitario de Santander, único lugar autorizado para tratar este tipo de heridas.

El Hospital Local del Norte es un centro médico de primer nivel, ubicado en la carrera 9 con 12 Norte, en la vía que conduce de Bucaramanga a la Costa Caribe y a tan sólo 10 minutos en automóvil del centro de la ciudad. Allí reciben a los pacientes que están vinculados a las ARS (Administradoras de Régimen Subsidiado), cajas de compensación y a los que no tienen seguro médico, pero sólo pueden atenderlos si llevan dinero para pagar los tratamientos necesarios, de lo contrario deben esperar hasta que Trabajo Social les preste alguna ayuda, dice Carlos Manuel Dallos, médico rural del Hospital.

A la 1:25 de la madrugada Óscar Morales, un indigente del Café Madrid, llegó con múltiples heridas en su pierna derecha y en la espalda, provocadas con un vidrio. No tenía documentos de identificación y estaba bajo los efectos de alguna droga psicotrópica.

Él entró tambaleándose hasta la sala de urgencias y se desplomó sobre una de las camillas de la sala de sutura del hospital. El médico de planta, Carlos Bottía, la médica interna Damaris Rodríguez y un grupo de tres enfermeras se acercaron para ver al paciente, pero un olor repugnante los hizo retroceder de inmediato, era una mezcla de sangre, mugre, heces y bazuco.

A pesar del hedor, los médicos debían tocar y hablar con el paciente para hacer un buen diagnóstico. Bottía comenzó a inspeccionar el cuerpo y encontró dos heridas grandes: una en el muslo de su pierna derecha, que requería de una sutura de por lo menos 15 puntos y otra en la espalda, de cuatro centímetros y en forma de pico.

La lesión en la espalda parecía de gravedad, debido a su ubicación; Bottía metió sus dedos por la herida para asegurarse que no implicara órganos importantes y el indigente gritó cada vez más fuerte, pero no de dolor: “llévenme pa’l Gonzo, que me voy a morir, llévenme pa’l Gonzo”.

De todos los días

Estos son sólo dos de los cientos de casos que han visto algunos practicantes de la UNAB. Susana Jaimes, de noveno semestre de Medicina de la universidad, contó que allí “llega de todo”. Recordó a un trabajador con doble fractura en el cráneo por botarse a un lago de poca profundidad; a un niño que sufrió una quemadura de cigarrillo en uno de sus ojos y a un hombre que murió de un infarto mientras tenía relaciones sexuales con su esposa.

Pero la noche del jueves 14 de abril, los practicantes, Susana Jaimes y Álvaro Gómez bajo la supervisión del doctor Miguel Rodríguez, y que debían suturar las heridas de Morales, el vagabundo de Café Madrid, no pudieron hacerlo porque carecía de seguro médico y de dinero para pagar el tratamiento, por eso debía esperar hasta que Trabajo Social interviniera prestándole alguna ayuda económica, pues el Hospital del Norte no cuenta con los recursos suficientes para atender a todos sus pacientes.

“No es que el Hospital no tenga los medicamentos, lo que pasa es que prefieren guardarlos para pacientes que necesiten el servicio y tengan el dinero para costearlos”, afirmó Carlos Manuel Dallos, médico estudiante de la UNAB, quien adelanta su año rural en el Hospital.

Por esa razón Óscar Morales debió permanecer tirado en una camilla, roncando y de vez en cuando divagando frases incoherentes, debido al efecto de las sustancias que había consumido.

Otra vez el herido

A la 1:45 de la madrugada, llegó nuevamente Rogelio Rodríguez, el herido de bala que cuatro horas atrás había sido remitido al Hospital Universitario de Santander. Esta vez llegó con el brazo vendado, pero sin recibir atención en el HUS “porque la herida no era de gravedad”, según explicó su hermano. Rodríguez había empeorado, a pesar de que la hemorragia había parado; él estaba pálido, temblando y ya no hablaba, sólo quería dormir un poco.

Lo atendió Damaris Rodríguez, interna en el Hospital y estudiante de décimo semestre de Medicina de la UNAB, quien procedió a sacar la bala, la cual se podía ver y palpar en la parte de atrás del brazo.

La interna colocó anestesia local, tomó un bisturí de la bandeja de instrumentos y procedió a hacer el corte en el brazo. Fue una incisión recta y limpia, de 3 centímetros y sólo derramó una gota de sangre, pues la herida no comprometía ninguna vena o arteria. Con unas pinzas extrajo la bala calibre 38 y produjo un sonido frío y seco al caer en un recipiente metálico. Quienes seguían el procedimiento, unos a través de la ventana como el celador, la aseadora y las enfermeras y otros enfrente del paciente como los practicantes, el médico y yo, no pudimos negar nuestro alivio por calmar el sufrimiento de Rogelio.

En noches como ésta, médicos y practicantes se enfrentan a la lucha entre la vida y la muerte. Si bien durante el turno de doce horas en el que estuve no aparecieron casos de extrema urgencia, los trabajadores del Hospital cuentan que los fines de semana no dan abasto por la cantidad de heridos y enfermos que llegan cada hora. Freddy -quien no quiso dar su apellido- el celador de turno esa noche, dice que los peores días son los viernes, “la gente llega tomada y buscando problemas”.